Acuerdos y Desacuerdos Históricos entre Iglesia y Estado

La ACdeP celebró la pasada semana su tradicional Semana de Teología

MILAN, 15 mayo (ZENIT.org) - Entre el 10 y el 12 de mayo la Asociación
Católica de Propagandistas (ACdeP) y la Fundación Universitaria San
Pablo-CEU organizaron en el Colegio Mayor Universitario de San Pablo la
tradicional Semana de Teología. El lema de este año, «Iglesia y Estado:
tres modelos de relación», pretendía, según sus organizadores, ofrecer el
panorama de los conflictos y acuerdos entre la Iglesia y los distintos
modelos de Estado en la historia de Europa.

El primer ponente de estas jornadas fue el profesor D. Luis Suárez
Fernández, de la Real Academia de Historia, cuya conferencia versó acerca
de «La relación de la Iglesia con un Estado cristiano: el ejemplo
medieval». Para el historiador, «en la Edad Media, Europa no fue otra cosa
que cristiandad». Según explicó el profesor Suárez, entre los siglos IX y
XV «el cristianismo --la "res publica" cristiana-- es el elemento que
informa toda la vida cultural de esta comunidad, una sociedad que se
identifica con una manera de ser: por el hecho de ser cristiano, se forma
parte de la misma».

Frente a las opiniones de otros expertos, Suárez afirma que la llegada de
los pueblos germanos a lo que hasta entonces había sido el Imperio Romano
«no es una invasión. Lo que se produce es que un ejército profesional toma
el poder y empieza a administrarlo. En la Europa Occidental, la influencia
romana siguió siendo absolutamente predominante".
De este modo, los pueblos denominados "bárbaros" godos, francos, teutones o
anglosajones- hubieron de adaptarse a "un fenómeno fundamental: el del
cristianismo católico. Son los germanos quienes tienen que asumir
plenamente todo el pensamiento filosófico anterior".

El influjo de la romanidad, a juicio de Suárez, supuso "discernir de qué
Europa hablamos, de qué cultura, de qué pensamiento". En este punto, cobró
una importancia fundamental el hecho de que "el cristianismo, a diferencia
del Judaísmo, no tendió nunca a replegarse sobre sí mismo, sino que salió
fuera, trascendió y fue capaz de realizar una operación de síntesis,
tomando del mundo helenístico el concepto del hombre y del mundo judío el
de trascendencia, e hizo de ellos una unidad".

Cristianismo y cambio cultural
En este punto, D. Luis Suárez quiso reconocer la importante labor realizada
en la erección cultural de Europa por hombres como San Benito, «que
comprendió que el secreto del cristianismo no está sólo en salir del mundo
y sus estructuras temporales: de este modo, no hay trabajos venerables y
serviles, hay trabajos de Dios». Como tantos y tantos monjes que,
calladamente, acumularon y desarrollaron un saber, «abrieron las puertas de
las bibliotecas para que entrasen en ella los laicos».

La Edad Media, ¿una edad oscura? «Probablemente --afirmó Suárez-- no hay
otra época en la Historia de la humanidad donde se dio un salto tan
tremendo entre la ruptura con el mundo antiguo a la creación, en el siglo
XIII, de la perfección de un sistema de Gobierno».

¿Qué aportó el cristianismo? «La convicción de que hay un orden en la
naturaleza, que nada tiene que ver con trasgos o dragones, y más con la
creación de una ciudadanía cristiana, donde el derecho romano se amoldara a
la voluntad expresa de Dios». Como señaló San Agustín, «el orden del mundo
depende de tres leyes superpuestas, que guardan una íntima relación entre
ellos: una ley divina eterna, que rige el Universo; la ley divina positiva,
u orden moral; y la ley humana, que los hombres hacen». Al comenzar la Edad
Media, la Iglesia se encontró con un mundo donde no podía modificar las
leyes humanas de inmediato, como las relaciones de esclavitud o
servidumbre: «todos los hombres, hermanos de Cristo, tienen la potencia
para llegar a ser hijos de Dios».

Precisamente, el principal modelo de Estado surgido de aquellos años, la
monarquía del siglo XIII, «se apoya en el hecho de que un reino no es otra
cosa que la integración de los hombres en sociedad que responde a un plan
de Dios». Una comunidad humana, sometida a un orden moral, a la cual
pertenece la soberanía. «Dios escoge, según los cronistas, de entre los
mortales, a un hombre por la vía del nacimiento, sobre el que echa el
pesado dolor de reinar».

Así, la monarquía se entiende como un contrato de fidelidad recíproca, en
la que el rey es legítimo siempre y cuando el ejercicio de su función sea
correcto. «Si no lo hace, es un tirano», fundamentación que sostuvieron, en
su día, pensadores como Juan de Salisbury. «Sólo el cumplimiento del deber
--finalizó Suárez-- puede generar para los demás es espíritu de la
libertad, que no es otra cosa que el resultado del orden moral, que es lo
que el cristianismo hizo por Europa».

Iglesia e Imperio
Al día siguiente, le tocó el turno a D. José Orlandis Rovira, profesor de
la Universidad de Navarra, quien disertó acerca de «La Iglesia ante el
Imperio Romano pagano». Para Orlandis, «la relación de la Iglesia con el
Imperio Romano comienza desde los mismos orígenes cristianos, ya que el
cristianismo nació en el Imperio, tanto desde el punto de vista cronológico
como del geográfico».

Junto a este Imperio fue como se conformó la doctrina apostólica cristiana,
«que hizo algo más que urgir a los fieles la obediencia al Poder Civil:
trató también de inculcarles un sentido de sincera confianza en ese poder».
Así, citó a san Pablo cuando, en su epístola a los romanos, enseñó que «los
gobernantes no han de ser temidos cuando se hace el bien, sino cuando se
hace el mal. ¿Quieres no tener miedo a la autoridad? Haz el bien y
recibirás su alabanza, porque está al servicio de Dios para tu bien».

La relación de la Iglesia con el Imperio, a juicio de Orlandis, «habría de
prolongarse a lo largo de cerca de tres siglos y sufrir no pocos avatares,
tanto en el plano de los acontecimientos como en el de la fundamentación
jurídica de la relación».

Uno de los primeros equívocos que siguieron al nacimiento del cristianismo
fue su equiparación, a ojos del Estado romano, con una secta del judaísmo.
«La confusión entre cristianos y judíos sirvió para que los cristianos
gozaran de una cierta seguridad jurídica ante la autoridad romana, dado que
el judaísmo gozaba de un status privilegiado en la vida pública del Imperio».

Persecuciones
Esta situación cambió drásticamente a partir del año 64, a consecuencia de
la persecución neroniana que siguió al incendio de Roma, atribuido según
Tácito a los cristianos. «Desde Nerón --afirmó el profesor Orlandis--
comienza la llamada 'era de los mártires', que se prolongaría hasta
comienzos del siglo IV. Pero, a lo largo de los siglos, la Iglesia conoció
largos períodos de paz y la propia amplitud de las persecuciones varió con
el tiempo».

Al tratarse de una confesión religiosa, el cristianismo sufrió el fenómeno
provocado por el culto al emperador, «que se emparejó con el culto a Roma,
hasta llegar a convertirse en elemento primordial de la religión pagana
oficial». Expuesta la problemática que planteó a los cristianos la difusión
del culto imperial, resulta más comprensible el nuevo marco en que se
desarrollaron las relaciones Iglesia-Imperio durante la segunda mitad del
siglo III y los primeros años del siglo IV. Tras el edicto de Decio, «la
acción anticristiana ya no quedaba circunscrita a unos determinados
lugares, sino que era el propio gobierno imperial el que tomaba la
iniciativa de una acción hostil, que se extendía por todos los confines del
Imperio». La persecución de Decio hizo buen número de mártires, así como
los sucesivos edictos de Diocleciano, «cuyo fracaso marcó el final de una
época. Así, en el año 311, y en virtud del Edicto de Milán, se instauró un
régimen de plena libertad religiosa».

La fe al contacto con el liberalismo
Finalmente, el 12 de mayo, D. José Andrés Gallego, del Centro Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC), abordó «La relación de la Iglesia con
el Estado secularizado». Según Gallego, «para comprender el impacto de la
creación del Estado laico en la Iglesia, es imprescindible ver cómo era la
monarquía católica en 1789: la autoridad venía directamente de Dios a los
príncipes, que sólo eran responsables ante Dios».

En cuanto a la relación del Estado autoritario con la Iglesia, D. José
Andrés Gallego resaltó que «la desamortización y la persecución contra las
órdenes eclesiásticas no fueron un invento liberal. La Iglesia bajo los
monarcas absolutos, estaba tremendamente oprimida».

De este modo, los principios del Estado liberal «van a llevar a sus últimas
consecuencias las actuaciones absolutistas. La autoridad procede del
pueblo, no de Dios. Todo gobernante es responsable ante los representantes
del pueblo. A partir de aquí, todo es lo mismo».

Tal vez la mayor diferencia, a juicio de Gallego, entre Estado autoritario
y liberal con respecto a la Iglesia, sea que «la persecución se hizo
violenta con el liberalismo, lo cual dio como resultado que muchos
católicos perdieron de vista las cosas positivas del liberalismo».

La primera consecuencia de esto fue «la movilización de los laicos en
defensa de la Iglesia. Como la revolución impedía a los eclesiásticos
entrar en política, se reforzó la presencia católica en la vida pública.
Así nació el ideal del 'partido católico'».

La Iglesia salida de Trento
En aquellos años tuvo lugar el Concilio de Trento, que marcó la vida de la
Iglesia prácticamente hasta el Vaticano II. «Trento --apuntó Gallego--
refuerza al máximo el carácter jerárquico de la Iglesia. Sólo el Papa y los
obispos constituyen la Iglesia docente, con el auxilio del clero. Todo lo
demás, es la Iglesia discente, que aprende, pasiva, receptora».

«Cuando empiezan a existir iniciativas laicas, cada vez con más fuerza, en
la política, caridad o educación..., surge en la jerarquía la preocupación
por someter estas aciones a la institución jerárquica, lo que supuso el
origen de la Acción Católica».

Llegados a este punto, el profesor Gallego señaló las dos grandes carencias
que, a su juicio, tenía la Iglesia del siglo XIX. «De un lado, la falta de
adaptación a la sensibilidad moderna; del otro, la no-marginación de la
eclesiología anterior. Estas carencias no fueron superadas hasta el
Concilio Vaticano II».

Treinta años después de éste, con la Iglesia a punto de entrar en el Tercer
Milenio de vida cristiana, «el Concilio no está plenamente impuesto». Para
Gallego, se dieron tres posturas en la Iglesia postconciliar: «en primer
lugar, los que negaban que la Iglesia tuviera que reconocer la libertad
religiosa. En segundo lugar, aquellos que redujeron el Vaticano II a la
adaptación a la sociedad moderna, pero no a la concepción de la Iglesia
como pueblo en formación. Finalmente, aquellos que aciertan a mantener las
dos grandes novedades: la apertura clara al otro, en todos los ámbitos; y
la adaptación a la nueva eclesiología».
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