Los Musulmanes en La Profecía - 3

Dr. Alberto R. Treiyer
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Hace unos diez años atrás, me encontraba en una reunión de pastores hispanos de toda la División Norteamericana en Cohuta Springs, Georgia. Uno de los exponentes estaba introduciendo una nueva interpretación, futurista, con respecto a las fechas proféticas de Dan 12. Unos amigos míos me consultaron en privado sobre esa interpretación, luego de lo cual me preguntaron si estaría dispuesto a hablar con ese orador. Acepté a condición de que fuese personal, con no más de dos o tres pastores presentes interesados en el tema. Cuando volví de buscar mi Biblia me condujeron a un saloncito y, para mi sorpresa, ya estaba mi colega con 50 pastores ansiosos por lo que se veían venir. Antes que alcanzase a reaccionar había otro tanto más, y en pocos minutos sobrepasó el número de 200.

Esa noche quedó bautizada como la del “combate”. Felizmente, mi amigo fue un verdadero caballero, por lo que se pudo mantener una conversación franca y abierta, hasta casi media noche, sin atropellos personales. Al terminar ambos el diálogo, el líder hispano de la División Norteamericana pidió que dejásemos por escrito lo que habíamos expuesto, para poder madurar los argumentos vertidos y tomar una decisión. Y agregó, ya en forma enfática y polémica:  “Porque si a mí me vienen de nuevo con el año 538, ¿de qué me sirve siendo que vivo terminando ya el S. XX?” Lo interrumpí en el acto, pidiéndole que también expusiera por escrito su posición personal. Con la carcajada de todos los pastores se decidió clausurar la reunión. Después de unos momentos de buenos deseos, se oró y dormimos felices.

    Lo que ninguno de los predicadores futuristas parece querer entender, es que el Señor iba a estar con su pueblo orientándolo sobre la hora en que le tocase vivir, no sólo en el fin del mundo, sino “todos los días hasta el fin del mundo” (Mat 28:29). Dejemos de confinarlo al primer siglo o al último de la historia terrenal. ¿No sería demasiado pedir que nos hubiese hablado sólo a nosotros, y no a los que nos precedieron?

    Por otro lado, ¿podemos argumentar realmente que las fechas proféticas que Dios dio en lo pasado no tienen ningún valor para nosotros, que vivimos en el siglo XXI? ¿Cómo nos sentiríamos hoy, si encontrásemos en los testimonios de las generaciones anteriores, únicamente declaraciones que negasen todo valor para ellos de las profecías acerca del fin del mundo, porque el Señor no vendría en sus días? Es más, ¿cómo podríamos estar seguros de vivir en la época del fin del mundo, a fin de dar el testimonio correspondiente, si no tuviésemos esos hitos históricos que nos permitiesen ver cumplidas las etapas anteriores anunciadas?

    Fue justamente con el propósito de afirmar la fe historicista del pueblo remanente a lo largo de los siglos que Dios agregó fechas proféticas definidas. Las que Dios dio a Daniel y a Juan, sin embargo, en relación con la “gran tribulación” futura, tienen en común que desembocan en “el tiempo del fin”. Iban a ser necesarias, en especial, para consolidar la fe de los que vivirían en la última generación, quienes no tendrían dudas, gracias a ese hecho, de estar viviendo realmente en esa época ni de la misión que Dios les daba.

    5. Las fechas proféticas.

    Los grandes períodos de opresión contra el pueblo de Dios fueron anticipados en la Biblia con fechas precisas que indicaban su comienzo y su conclusión. Cuatro generaciones o cuatrocientos años, en términos redondos, duraría la opresión del imperio Egipcio, la que se dio con variada intensidad sobre los descendientes de Jacob (Gén 15:13-16). Setenta años estarían cautivos los israelitas, siglos después, bajo el dominio babilónico (2 Crón 36:21; cf. Jer 25:11; 29:10). Aún más impresionante sería el largo y horrible período de opresión romano-papal por 1260 años (o días proféticos: Dan 7:25; 12:7; Apoc 12:6, 14; 13:5). Pero el Señor le tenía reservados dos “ayes” o “desgracias” para castigar su infamia y cohartar su poder, antes de darle su golpe final. Ese azote fue islámico, y lo anticipó también con períodos de tiempo definidos.

    Convendrá comparar, primero, estos períodos abarcantes, aunque sea en grandes pincelazos, para poder entender mejor la razón por la que Dios dio cifras tan definidas para la expansión imperial musulmana.

    La opresión imperial egipcia. Poco más de un milenio y medio les llevó a los pueblos de la Mesopotamia recuperarse del golpe que el Señor les dio para que se dividiesen en Babel, y se esparcieran por toda la tierra. La intervención divina fue simple. Confundió su idioma. En lugar de lograr un “lenguaje común” y ponerse de acuerdo, se pelearon entre ellos sin poder lograr el primer imperio mundial de la historia, que se habían propuesto fundar bajo el modelo imperial de Nimrod (Gén 10:8-9; 11:1-9). En el sur, sin embargo, las cosas parecieron consolidarse antes, bajo la figura de los farahones.

    Moisés sabía, como tantos hijos de Jacob que conservaban el legado espiritual de Abraham, que el tiempo anticipado medio milenio antes por el patriarca para la liberación divina, había llegado. Pero, ¿qué reino escogería el Señor para quebrantar el poder de una superpotencia como la de Egipto, si los otros reinos de la Mesopotamia continuaban divididos? El libertador divinamente escogido fue Moisés, quien, al Farahón de turno, se dirigió sin ejército ni espada, sino únicamente con el Espíritu del Señor para exigir la liberación de su pueblo. En este caso, la Deidad misma obró la liberación, y sólo ella se llevó el mérito de la victoria. Del pueblo se requirió solamente fe en las palabras del Señor.

    La opresión babilónica. Menor fue el período de dominio imperial que Dios permitió al imperio babilónico sobre su pueblo cerca de un milenio más tarde. Desde la primera invasión y toma de cautivos que emprendió Nabucodonosor en el año 605 AC sobre la nación judía, hasta que los primeros pies de los cautivos se posaron de regreso sobre la tierra prometida en el año 536 AC., transcurrieron 70 años (cómputo inclusive hebreo), exactamente el tiempo que había predicho el profeta Jeremías. Si se toma en cuenta el reposo de la tierra bajo maldición, sin embargo, puede evocarse como punto de partida la destrucción de Jerusalén y de aquel majestuoso templo de Salomón en el año 586 AC. Como punto de llegada se dio la inauguración del nuevo templo de Zorobabel que sobre sus ruinas inauguraron los repatriados en el año 516 AC.

    El libertador, en este caso, no fue un hebreo, sino un rey persa. Cien años antes que naciese, Ciro fue anunciado por Isaías para liberar al pueblo de Dios de la antigua Babilonia, y edificar la ciudad de Jerusalén y su templo (Isa 44:28; 45:13). Fue el “ungido”, “mesías”, o “cristo”, que Dios escogió para representar al Libertador por excelencia, Jesús, el Hijo de Dios, quien libertaría a su pueblo de la Babilonia espiritual en el fin del mundo.

    Cabe destacar que tanto para la liberación de la cautividad egipcia como para la liberación babilónica, el pueblo de Dios no tuvo que usar las armas de este mundo. Únicamente Dios se llevó el honor del triunfo, y su pueblo lo reconoció como Salvador.

    La opresión romano-papal medieval. Con algunas excepciones aisladas, la actitud de los persas y los griegos, poco después, fue tolerante y benigna para con los judíos. Hasta que llegó el imperio romano que les destruyó su ciudad, y los esparció por toda la tierra. El reino de Dios fue quitado entonces a la nación judía, y dado a gente que produjese los frutos que Dios esperaba de él (Mat 21:43). Por consiguiente, la historia profética fue dirigida a los verdaderos descendientes de la simiente santa, los seguidores de Jesús, el verdadero Príncipe del pueblo de Dios (1 Ped 5:4).

    En el año 476 DC., cayó el imperio de los césares en occidente. Los cristianos de la época sabían que eso iba a ocurrir. Pero muchos, conociendo las profecías de Daniel y Apocalipsis, no se hicieron ilusiones. La opresión, en efecto, no iba a terminar aún. Al contrario, comenzaron a clamar a Dios para que los librase del terrible poder apóstata que iba a venir después, y cuyo dominio perseguidor sobre los verdaderos discípulos del Señor se iba a extender por 1260 años (o días proféticos: Dan 7:23-25; 2 Tes 2:3-8; Apoc 13:3-10). Tal vez por su extensión y terrible fiereza, esta época de opresión fue anticipada como de “gran tribulación” (Mat 24:21; Apoc 7:14; cf. 6:9-10, 12-13; Mat 24:29).

    No faltó demasiado tiempo para que, aquí y allá, muchos comenzasen a darse cuenta que ese poder era el del papado romano. Cuanto más arrogantes se volvían sus palabras y terribles sus amenazas, tanto más osados se volvían los que lo denunciaban como el anticristo profetizado. Millones debieron pagar su fidelidad a la palabra profética con torturas, destierro y hogueras. El tiempo debía llegar, sin embargo, en que la “gran autoridad” político-religiosa del pontificado romano le fuese quitada (Apoc 13:2-3, 10). Y ese tiempo fue reconocido con exactitud, ya cien años antes, y más copiosamente a medida que se acercó su expiración, por quienes siguieron la historia al compás de la profecía y de sus fechas más precisas.

    ¿Habría liberación para los que rechazaban la autoridad romana papal, anteponiendo la autoridad divina que emana de la Palabra de Dios? Sí, una sería de orden secular, la otra de orden religioso y protestante. Aunque en sus comienzos (en Francia), y en diversos lugares (en Rusia y en China), la liberación secular reveló ser también cruel (Apoc 11:7-9; cf. v. 3), trajo la libertad civil y religiosa a la mayoría de los países de la tierra (latinoamérica, y muchos países de África y Asia). Fue un golpe de muerte que se dio a la prepotencia e intolerancia de las principales religiones del mundo (cristianismo apóstata católico y ortodoxo, budismo, confucionismo y paganismo en sus diferentes formas).

    En esta liberación, el pueblo de Dios no formó ejércitos ni empleó las armas de este mundo. Tampoco Dios intervino en forma directa. Contrapuso un poder ateo surgido del abismo, de la nada (Apoc 11:7), al poder religioso que había imperado durante siglos. De esta forma impidió que, en términos generales, se legislase en materia religiosa contra otros credos no tradicionales.

    La otra liberación, protestante, antecedió a la secular, y alcanzó su cúspide en la independencia norteamericana. Allí sí hubo ejércitos cristianos de liberación. Se cometieron errores, pero se logró con el tiempo una libertad sin precedentes en la historia de las civilizaciones y del mismo cristianismo. Aún así, el país de la mayor libertad religiosa decaería finalmente, por corromperse en su interior y terminar hablando como dragón (Apoc 13:11; cf. v. 5). Esto es importante traer a colación aquí, para que podamos entender luego la naturaleza de la guerra actual de los EE.UU. y las naciones modernas contra el terrorismo fanático musulmán.

    La liberación de esa “gran tribulación” medieval se manifestaría en una especie de oasis de libertad que abriría las puertas a la predicación final del evangelio, durante un tiempo sin cómputo (Apoc 10:6-7), denominado “tiempo del fin” (Dan 12:4-7; cf. 7:25). [Esto es importante recordar, ya que la quinta y sexta trompetas tienen cómputo profético y, por consiguiente, no debía esperarse su cumplimiento en el "tiempo del fin"]. Vendría entonces la última tribulación y la liberación rápida, repentina y final del Señor, al concluir ese período sin fechas, mediante el juicio de la séptima trompeta y el derramamiento de las siete postreras plagas (Apoc 11:15, 18; c. 16). La quinta y sexta trompetas de azote islámico sobre las naciones europeas apóstatas se extenderían también hasta el mismo tiempo del fin, cediendo su paso al inicio de la séptima trompeta.

    Vemos así que el golpe de muerte que recibieron la hegemonía político-religiosa del papado romano y de la ortodoxia oriental, no provendría del imperio musulmán, sino de otra “bestia” o reino cuya aparición sería igualmente repentina y “del abismo” (Apoc 11:7). El papel de los musulmanes no fue de dominio sobre el cristianismo, sino de castigo y permanente azote por su apostasía. La liberación secular que se logró luego, tuvo que ver con una transferencia del dominio o “autoridad” de la esfera religiosa a la civil. Esto se cumplió literalmente cuando, en 1798, usando las mismas palabras del Apocalipsis, el gobierno ateo de Francia declaró que quitaba al papado su “autoridad”, supuestamente para siempre (véase Apoc 13:5). Con las mismas palabras, el emperador romano de oriente había emitido un decreto 1260 años antes, otorgando al obispo de Roma “autoridad” para ser cabeza de todas las iglesias.

    Mientras que el decreto de Justiniano, emperador oriental de entonces, se emitió en el año 533, su puesta en vigencia se dio en el año 538 con la expulsión de los ostrogodos que tenían sometido al papado en la misma Roma. Así también, los 1260 años terminaron con el decreto de la Asamblea Francesa de descristianizar a Francia en 1793, para cuya ejecución definitiva se envió en 1798 un ejército que quitó del papa el anillo de “Pedro”. En ese “tiempo del fin” que se iniciaba entonces, coincidente con el comienzo de la séptima trompeta, las palabras selladas de Daniel para ese entonces (ese misterio profético divino), se cumplirían (Apoc 10:7).

    Daniel debía conformarse con saber que los que esperasen pacientemente hasta ese tiempo de vindicación divina (Dan 8:14, 17, 19), y llegasen con vida al momento en que Dios dispusiese su corte celestial para vindicar a todos los que fueron perseguidos (Dan 7:9-10, 22), podrían considerarse dichosos (Dan 12:12). Aunque muriesen, su dicha consistiría en saber que el testimonio de sus obras no sucumbiría esta vez ante el poder apóstata (cf. Dan 7:25; Apoc 13:7; 6:9-10), sino que se extendería hasta la liberación final del Señor (Apoc 14:13-14). Miguel, Cristo mismo, se levantaría para librar a todos los que estuviesen inscritos en el libro de la vida (Dan 12:1; Apoc 3:5). Esa liberación sería, esta vez, más abarcante y final, y de nuevo, sin que el pueblo de Dios debiese recurrir a las armas carnales de este mundo. La liberación la llevaría a cabo el Señor mismo, levantando a los muertos en Cristo del polvo para recibir, junto con Daniel, la herencia prometida para los últimos días (Dan 12:2, 13; 1 Tes 4:16).

    Agradezcamos.  A Daniel por no haber pretendido que todas las profecías debían cumplirse en sus días, sin tener en cuenta las generaciones futuras, y en especial, la del tiempo del fin. Agradezcamos a Juan y a tantos otros también, que manifestaron interés tanto en las profecías del pasado, como en las que tocaban a sus días, y las que tendrían lugar a lo largo de la historia hasta el fin del mundo. Agradezcamos también a los pioneros del movimiento mundial adventista que supieron valorar esas revelaciones del pasado, sin pretender presuntuosamente que el Dios en quien esperamos es un Dios sólo para nosotros, y no para los que nos precedieron.

    ¿Debíamos sorprendernos porque otros perdiesen hoy interés en la historia de la gran Babilonia, cumplida y enmarcada en un período de tiempo específico, pretendiendo que el único interés divino estaba en el fin mismo de la historia? ¿Debíamos sorprendernos por el hecho de que, de tanto en tanto, se levantasen algunos de entre nosotros también, para quitar a los musulmanes de su lugar histórico-medieval profético y colocarlos, como los futuristas, en un marco de futuro que Dios no señaló? ¿Para cuándo se abriría el lugar santísimo del templo celestial, con el objeto de iniciar la obra final de juicio? ¿No es acaso únicamente durante la séptima trompeta? (Apoc 11:15, 18-19).

    Sabíamos que siempre habría quienes se confundirían, y buscarían confundir a otros en relación con los tiempos del Señor. De allí la necesidad de que en nuestros colegios y universidades se pusiese un fundamento teológico y profético claro y sólido. El Río de la Plata se vio, en ese sentido, grandemente favorecido con doctores que, aunque con tendencia enciclopedista y memorista, y a veces de exigencias angustiantes para sus alumnos, pusieron un fundamento que realmente puede valorarse cuando se recorren otros lugares en donde muchos pastores tienen que batallar más fuertemente con extremismos y extravagancias futuristas que desorientan y apartan de la fe a otros.

    “Algunos tomarán la verdad que se aplica a su tiempo y la colocarán en el futuro. Acontecimientos de la secuencia profética que se han cumplido en el pasado son colocados en el futuro, y así es como, a causa de estas teorías, se debilita la fe de algunas personas”. Pero “todavía mantienen su fuerza en su lugar debido en la cadena de los acontecimientos que nos han convertido en el pueblo que hoy somos, y como tales deben presentarse a los que moran en las tinieblas del error... Las verdades que se han ido revelando consecutivamente, a medida que hemos avanzado en el ámbito de las profecías reveladas en la Palabra de Dios, son actualmente verdades sagradas y eternas” (EGW, MS 2: 117-119). -- Texto recolhido da Internet, sem pedido de permissão ao autor.

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